En Urabá, los días no solo se miden por la luz. También por el sonido: al amanecer, el aire húmedo vibra con el canto de las aves entre árboles y techos de zinc; al anochecer, ese coro natural se transforma en una vibración estridente de grillos que se hacen sentir, como custodiando la llegada de la oscuridad. Esa riqueza natural parece hacerse eco en la diversidad musical que brota de esta tierra.
En esta esquina del noroccidente de Antioquia, un territorio atravesado por ríos, el mar y la selva, el calor arrastra historias duras, pero también sonidos que resisten. Uno de ellos es el bullerengue, una danza cantada de origen africano que, a pesar del olvido, se mantiene viva en las voces y tambores de quienes se aferran a su historia.
Según Benjamín Eduardo Díaz, presidente de la Fundación Afrocolombiana de Bullerengue y Bailes Cantaos, ese género musical nació hace más de cuatro siglos con la llegada de los esclavizados africanos al Caribe colombiano. “Surgió como una práctica social y cultural festiva, ligada a la iniciación femenina y la fertilidad”, explica.
En Cartagena, mujeres con polleronas y hombres con tambores celebraban su libertad y su identidad a través de la música y la danza. De ese bullicio ritual se hereda la palabra “bullerengue”
También es una danza femenina, recuerda. “La mujer que canta también es la mujer a quien se le canta. El bullerengue es una danza cantada, y por eso la voz de las mujeres es fundamental”. No es casual que, en su proceso de patrimonialización, se haya denominado oficialmente como “bailes cantados”. Su origen tiene una carga mitológica: como un eco de lo sagrado, del rito y la transición.
“Pero el bullerengue está en proceso de extinción”, advierte Díaz, quien ha dedicado su vida a preservar este legado. “Los jóvenes ya no aprenden de los mayores, sino entre ellos. Se pierde la historia, se pierde la esencia”. Desde 1986, cuando formó un grupo musical tras un encuentro casual con una cantadora en la plaza de mercado de Necoclí, Benjamín ha liderado iniciativas que buscan devolverle al bullerengue su raíz. Hoy, encabeza un proceso de patrimonialización ante el Congreso de la República para que este y otros géneros afrocolombianos sean reconocidos como patrimonio cultural de la nación y de la humanidad.
Necoclí, el municipio más antiguo de Antioquia, fundado en 1509, guarda en sus playas y calles esa historia viva. Allí, a orillas del mar Caribe, Benjamín comparte su memoria con serenidad. “El bullerengue forma parte de nuestra ancestralidad, de nuestra tradición y nuestra historia”.
A partir de su fundación en 1988, Benjamín ha impulsado el Festival Nacional del Bullerengue en Necoclí, que este año celebra su versión número 37. “No es posible que nos enamoremos de ritmos del exterior y no valoremos lo nuestro”, dice. “El bullerengue llegó hace cuatro siglos con los negros en calidad de esclavizados. No es un concepto: es una identidad”.
Mientras tanto, al sur de esas playas, los tambores resisten en Turbo. La agrupación Corazón de Tambó ensaya junto al muelle conocido como El Waffe, muy cerca de los barrios Pescador 1 y 2, en medio del ruido del puerto. Son sectores humildes, pero llenos de jóvenes que tocan con fuerza, cantan con orgullo y sonríen mientras suena la música.
Jarley Escudero, más conocido como Happy Bullerengue, dirige la agrupación con la firmeza de quien lleva la historia en la sangre. “Soy memoria viva. Yo estuve con los abuelos, recogí sus canciones, y hoy las revivo para los niños. Esa es la propuesta viva de Corazón de Tambó”, afirma. Su dinastía bullerenguera ha creado un estilo propio que se reconoce en el golpe de tambor de sus alumnos. “En el tambor se conoce al maestro”, explica.
Con jóvenes que enfrentan contextos sociales adversos, la música se convierte en refugio, alternativa y familia. “Estamos aquí como resistencia”, insiste Jarley al comentar que el trabajo que hace es puramente voluntario, a veces sin apoyo institucional. Su sueño es levantar una escuela y un museo donde el bullerengue sirva también para dar lecciones de vida. “Que vengan los extranjeros, que conozcan nuestras músicas tradicionales, nuestras enseñanzas”.
Jefferson Rentería, uno de sus alumnos de 17 años, recuerda con emoción el día en que descubrió el bullerengue entre las opciones de un semillero comunitario. “Yo lo llevo por dentro”, afirma. Desde muy niño baila, canta y toca. “Gracias al maestro, estamos aquí presentes. Nos distraemos de los conflictos del barrio y aprendemos valores”. En su voz y en su tambor suena el eco de los antepasados.
En el tambor alegre de Jefferson, en la cadencia de los pies descalzos sobre el suelo, en las canciones de abuelas revividas en la voz de niños, el bullerengue es corazón y tambor. No es solo música sino herencia, lucha y futuro.
Sinfonía para Urabá profundo
En el corregimiento de Nueva Colonia, al sur de Turbo, la música suena distinto. Allí, donde apenas se construyen calles pavimentadas y la infraestructura básica aún es una promesa, se reúne un grupo de niños y jóvenes con trompetas, violas, flautas y timbales que ensayan para una presentación especial en un megacolegio que recibe a estudiantes de todo el Eje Bananero. Su nombre es la Orquesta Filarmónica Infantil y Juvenil de Urabá, conocida como FILU, cuyo propósito es sembrar nuevos ritmos respetando la tradición del bullerengue.
“El bullerengue es un acto de resistencia”, recuerda Flor Elena Ruiz, coordinadora de la FILU. “Aquí hay niños que lo bailan desde pequeños, que lo sienten como parte de su identidad. Nosotros no venimos a borrar esa historia, sino a dialogar con ella”.
La FILU no intenta desplazar las expresiones culturales propias de Urabá. Por el contrario, las reconoce como cimiento. “Aquí confluye lo afro, lo paisa y lo costeño. Somos multiculturales. Y la música clásica no viene a imponer, sino a sumar”, dice Mateo López, formador en vientos metales.
La iniciativa nació hace casi una década con el impulso de la Fundación Uniban, que soñó con llevar una orquesta sinfónica a esta región, tradicionalmente alejada de los repertorios clásicos y las cuerdas frotadas. En 2016, la idea se convirtió en alianza con la Orquesta Filarmónica de Medellín, que asumió la dirección pedagógica del proyecto. Hoy, tras varios ajustes institucionales y con el apoyo de cooperantes como Banafrut, la FILU sigue viva, transformando realidades con instrumentos que antes parecían ajenos a estas tierras.
“Este no es un proyecto elitista ni exclusivo”, explica Flor. “Aquí nadie queda por fuera por no estar al nivel. Aquí todos caben. Nuestro enfoque es social: ofrecer un espacio seguro, una comunidad, una posibilidad”. La FILU busca que los niños y jóvenes encuentren en la música un refugio frente a contextos difíciles como la violencia, pobreza y falta de oportunidades.
“Urabá es una región donde históricamente la vida ha sido dura. Pero también es una región profundamente musical. Y nosotros no venimos a desplazar esa riqueza, venimos a sumar. Por eso hablamos con orgullo de los niños que hacen bullerengue, que cantan en papayeras o en coros escolares. Todos son parte de esta sinfonía que estamos construyendo”.
Flor enfatiza que FILU no es solo una orquesta, sino una comunidad pedagógica comprometida con el desarrollo integral. “Nosotros nos reunimos con los padres, con los rectores, escuchamos a los estudiantes. Queremos que este sea un espacio de formación musical, pero también de vida. Que aprendan a ser mejores ciudadanos”. La metodología se adapta a cada territorio y a cada ritmo de aprendizaje. “No trabajamos desde la exigencia académica tradicional. Trabajamos desde el afecto y la constancia. Desde la alegría de aprender”.
En lugar de exigir perfección, los formadores de la FILU diseñan repertorios adaptados para cada nivel, desde quienes apenas empiezan con cuerdas al aire hasta los que ya dominan solos de Mozart y Vivaldi. Las orquestas se organizan por semilleros en Apartadó, Carepa, Chigorodó, Currulao y Nueva Colonia, y de cada uno se seleccionan integrantes para formar la orquesta regional. En palabras de Flor: “Lo importante no es llegar rápido, sino llegar acompañado. Aquí aprendemos a respetar el proceso del otro, a tocar juntos, a escucharnos”.
La vida de muchos pequeños ha cambiado desde que entraron al programa. Mariana Ayala, de 16 años, es una de ellas. “Yo solo cantaba”, dice. “Hasta que un día escuché el violín. Fue amor a primera vista. Me pareció tan lindo ese sonido... Quise aprenderlo”. Hoy toca piezas como Las bodas de Fígaro y El invierno de Vivaldi, y sueña con pertenecer a una orquesta que recorra el mundo.
Pero las historias de los docentes también hablan del poder transformador de la música. A sus 23 años, Mateo López, quien se encarga de la sección de vientos metales, lleva más de 16 tocando trompeta. “La elegí un día que vi el instrumento tirado en el suelo, con el estuche abierto”, recuerda. Al principio no pensó en la docencia, pero cuando empezó a dar clases, se enamoró del proceso. “En Urabá hay muchísimo talento. Cuando un niño tiene acceso a un instrumento, puede decidir. Y decidir es libertad”.
Mateo enseña en varias sedes. En Currulao, por ejemplo, trabaja con niños de quinto y sexto en una fase de iniciación musical. “No es solo aprender a tocar. Es aprender a escuchar, a tocar en equipo, a saber cuándo brillar y cuándo dejar que otro lo haga”. La música, para él, es una herramienta para la vida. Y la FILU, un espacio donde los jóvenes pueden imaginar futuros distintos, lejos de las violencias cotidianas.
Fusión con raíz bullerenguera
Siguiendo la carretera hacia el sur, a poco más de media hora de Turbo está Apartadó, donde el paisaje sonoro cobra un nuevo matiz. La humedad del aire y el canto de los pájaros al anochecer parecen encontrar un eco en la propuesta de Alma Negra, una agrupación que lleva el bullerengue a otros territorios, fusionando lo ancestral con guitarras eléctricas y saxofón, desafiando los límites de la escena local.
Esta banda nació en 2017 como un colectivo de bullerengue tradicional, pero pronto su director, Brayan Brun, sintió la necesidad de ampliar el lenguaje musical. “Al principio íbamos a los festivales con tambores y polleras, pero sentía que también podíamos proponer algo distinto. Comencé a incluir instrumentos como el piano, el saxofón y el bajo, y así empezó la fusión”, cuenta.
El nombre de la banda surgió de una epifanía durante una gira: “Veía gente blanca bailando bullerengue con una entrega total. Si no tenían piel negra, seguro tenían alma negra. De ahí viene el nombre”.
Desde entonces, Alma Negra se ha presentado en múltiples festivales, ha sido reconocida con varios premios y ha participado en conciertos, giras con Comfama y festivales culturales en Antioquia y Bolívar, destacándose como uno de los proyectos musicales de mayor proyección en Urabá.
Gracias al acompañamiento de iniciativas como Emprendimientos Culturales Urabá, impulsada por Comfama, Sura e Interactuar, la agrupación profesionalizó su propuesta y elevó la calidad de sus producciones. Una de ellas fue dirigida por el reconocido productor Juancho Valencia y grabada con Merlin Producciones, un estudio de grabación en Medellín con 24 años de historia.
El grupo está conformado por músicos de Córdoba, Chocó, Antioquia y otras regiones. “Aquí convergen muchas culturas. Cada integrante aporta algo distinto. Eso es lo que nos hace únicos”, explica Brayan.
Pero la música de Alma Negra no solo se escucha: interpela. Con sonidos del bullerengue, el jazz, el rock, la gaita y hasta la marimba del Pacífico, la agrupación crea un repertorio que desafía al oyente. Su canción Ritmo de Negro ya circula en plataformas digitales y pronto lanzarán Aquí te espero, compuesta por la hermana de Brayan y cantante principal, Neila Vanessa Brun, con arreglos que incluyen clarinete clásico y la participación del maestro Hugo Candelario González.
“Queremos mostrar que los músicos tradicionales no tienen por qué quedarse relegados. Podemos estar en el centro, en los grandes festivales, con propuestas que honren la raíz pero que hablen también del presente”, comentan. Para Brayan, la banda representa un punto de encuentro entre lo que fue, lo que es y lo que podría ser el bullerengue. “Tenemos sonidos desde lo más raizal y podemos poner a prueba hasta al crítico más purista. Somos un desafío para el folclor, pero también una ventana para su expansión”.