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Cuando el poder huele a polvo blanco

En Colombia, portar una dosis mínima de ciertas sustancias no constituye delito. Pero eso no lo hace aceptable cuando quien la porta es el presidente de la República.

hace 1 hora
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  • Cuando el poder huele a polvo blanco

Por cristina plazas michelsen - opinion@elcolombiano.com.co

Las declaraciones sobre el presunto consumo de cocaína por parte del presidente de la República, hechas por figuras de su círculo más cercano —como Armando Benedetti en su conversación con Laura Sarabia, y más recientemente el ex canciller Álvaro Leyva— son profundamente inquietantes y no pueden ser tratadas con ligereza. A pesar de ello, la estrategia del poder ha sido el silencio, la evasiva o incluso la burla. Pero el país necesita —y merece— respuestas claras y verificables.

Si esto es cierto, ¿quién le suministra la droga al presidente? ¿Quién se la lleva? ¿La seguridad de la Presidencia, la Casa Militar, lo saben y lo permiten? Estas no son preguntas menores. Son inquietudes legítimas que tocan el corazón del ejercicio del poder y la responsabilidad del Estado.

En Colombia, portar una dosis mínima de ciertas sustancias no constituye delito. Pero eso no lo hace aceptable cuando quien la porta es el presidente de la República.

No se trata solo de legalidad, sino del ejemplo, del símbolo, del mensaje que se transmite: que el consumo, incluso cuando alimenta al narcotráfico, puede normalizarse desde el poder.

¿Cómo puede el presidente liderar una lucha frontal contra el narcotráfico si, en la intimidad del poder, contribuye a sostenerlo? No nos digamos mentiras: la cocaína no es solo una sustancia ilegal, es una cadena de sangre. Cada gramo adquirido representa dinero que termina en manos de quienes secuestran, asesinan y destruyen comunidades enteras. No importa si el consumo es ocasional, recreativo o habitual: el efecto es el mismo.

La pregunta que hoy nos hacemos muchos colombianos es tan legítima como urgente: ¿están siendo tomadas las decisiones oficiales bajo el efecto de sustancias psicoactivas? De ser así, no solo sería gravísimo, sino absolutamente inadmisible.

¿Cómo se pretende entonces liderar campañas de prevención entre jóvenes? ¿Con qué autoridad moral se habla de salud pública, de autocuidado, de responsabilidad? ¿Qué ejemplo se le está dando a una generación que crece en medio de la incertidumbre, viendo cómo el que ocupa el cargo más alto del país parece estar por encima de toda norma?

La salud física y mental del presidente es un asunto de interés público. Y si existe una sospecha seria de que no está en pleno uso de sus facultades, debe ser esclarecida con responsabilidad. No se pueden seguir ignorando señales evidentes, como sus desapariciones en momentos clave —tal como lo advirtió el ex canciller Luis Gilberto Murillo en el programa Vélez por la mañana— o los trinos publicados en la madrugada, que reflejan un comportamiento errático y preocupante para alguien que tiene en sus manos el destino del país.

Decir que está “adicto al amor”, como él mismo lo afirmó, entre risas y condescendencia de sus áulicos, es una burla al país. Decir, con tono de chiste, que se desaparece durante días, no es gracioso: es alarmante.

Y a esto se suma el caos personal convertido en espectáculo público. Múltiples voces del mismo gabinete señalan una relación sentimental con una funcionaria del Ministerio del Interior. Su vida privada le pertenece, sí. Pero cuando el presidente pasea en Panamá con otra mujer mientras Verónica Alcocer sigue actuando como primera dama, la línea entre lo íntimo y lo institucional se rompe. Si ya no es su esposa, no puede seguir ejerciendo funciones como tal, porque eso también confunde y deslegitima la representación institucional. Si se han separado, el país tiene derecho a saberlo. No se puede jugar con la figura simbólica de la familia presidencial ni con el respeto a una representación que, aunque no es un cargo oficial, sí cumple un rol público ante Colombia y el mundo.

Este gobierno ha demostrado que no le importan las formas. Pero las formas sí importan. Son reflejo de la dignidad del cargo, del respeto a la ciudadanía, de la responsabilidad con la historia.

No es posible seguir normalizando el desgobierno, el desorden, el doble discurso ni la opacidad. Si hay algo que respetar, es la verdad. Y si el presidente no la va a decir, al menos el país debe seguir preguntándola, hasta obtenerla.

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