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Es razonable odiar a la tecnocracia

Y reconocerlo está bien; nos recuerda un principio crucial para la convivencia pacífica: no hace falta simpatizar con alguien para aceptar que tiene razón.

hace 10 minutos
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  • Es razonable odiar a la tecnocracia

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

Yo encuentro completamente insoportable a la comunidad fitness. Esa gente que ha hecho de la vida saludable una cruzada religiosa. Para empezar, me frustra el total olvido de sus privilegios. Parecen no entender que disponer de más de una hora diaria para ejercitarse, o alimentarse exclusivamente con productos orgánicos, es un lujo al alcance de una pequeña fracción de la población en el mundo urbano de Latinoamérica.

Además, me molesta la superioridad moral que transpiran. Su narrativa sugiere que quien no vive como ellos simplemente ha fallado como persona. Y lo más irritante: su ingenuidad. Actúan como si ignoraran que mucho del bienestar individual está fuera del control de uno. Buena parte de lo que reduce la expectativa de vida en nuestras sociedades no es culpa del azúcar o del sedentarismo, sino de eventos imprevisibles, como los accidentes de tránsito o las enfermedades degenerativas, que dependen más de la suerte y la genética que de la cantidad de “supervegetales” que uno consume.

Y, sin embargo, a pesar de mi aversión visceral por esta tribu, no puedo evitar reconocer que tienen razón en lo básico: es mejor llevar una vida saludable que no. Simplemente lo es. Incluso si uno considera el peso de los golpes del azar o la genética, estar en buena forma física y mental lo pone a uno en una mejor posición para enfrentar esos golpes.

Algo similar, creo, le ocurre a mucha gente con la ortodoxia macroeconómica—que, con cierta ligereza, podríamos definir como el apoyo a los diez pilares del Consenso de Washington: i) disciplina fiscal, ii) redirección de subsidios hacia educación, salud e infraestructura, iii) una base tributaria amplia con tasas moderadas, iv) tasas de interés reales positivas, v) tipo de cambio competitivo, vi) liberalización del comercio, vii) liberalización de la inversión extranjera directa, viii) privatización de empresas estatales, ix) desregulación de mercados, y x) seguridad jurídica de los derechos de propiedad.

Estas ideas han sido predicadas durante décadas por una élite tecnocrática bastante antipática. Un grupo compuesto, en su mayoría, por personas de familias acomodadas, con posgrados en el extranjero, que en su desconexión con la vida cotidiana del ciudadano promedio de América Latina parecen incapaces de comprender los costos sociales de aplicar estrictamente esas medidas.

Es una comunidad que también respira un airecillo de superioridad, cuyos miembros suelen describir a quienes no comulgan con sus ideas como ignorantes. Y como si fuera poco, no parecen entender que las políticas que promueven poco pueden hacer para evitar los choques externos, que son el principal determinante de la trayectoria de las economías emergentes.

Pese a todo esto, la ortodoxia macro es, de lejos, el mejor referente de política económica. Sus principios se basan en una lógica fundamental: la riqueza la generan las personas, no el Estado. Es muy difícil que una economía crezca sostenidamente si está sujeta a un Estado que sofoca al sector privado, sobre todo cuando lo hace para financiar actividades improductivas. La ortodoxia macro no hace más que proponer políticas que eviten que el Estado sea una carga para el sector privado. Esto, por supuesto, no libera a una economía de los daños potenciales de un choque internacional negativo, pero sí puede amortiguar su profundidad y duración.

La historia económica latinoamericana no podría ilustrarlo mejor. Piensen en la crisis financiera global de 2008-2009, un contexto de contracción del crédito y la demanda internacional. Chile, que había mantenido por años una política fiscal prudente, pudo implementar un paquete de estímulo cercano al 3% de su PIB sin comprometer su sostenibilidad fiscal. En contraste, Argentina, que apenas se recuperaba de su crisis de 2001 y tenía una muy pobre reputación en los mercados internacionales tras décadas de política poco ortodoxa, no tuvo mayor margen para una política contracíclica efectiva. El PIB de Chile solo cayó 1.6% en 2009, mientras que en Argentina se desplomó 5.9%. Ambos sufrieron el mismo choque externo, pero su capacidad de respuesta fue radicalmente distinta. Hablaré más de este y otros casos latinoamericanos en mi canal de YouTube.

La tecnocracia, entonces, con todos sus defectos, no deja de tener razón en lo fundamental.

Y reconocerlo está bien; nos recuerda un principio crucial para la convivencia pacífica: no hace falta simpatizar con alguien para aceptar que tiene razón. Esto es esencial en un contexto político dominado por la identidad, donde muchos creen que la política consiste en dar voz y voto a quienes se parecen a uno, aunque sus ideas sean terribles. No. La democracia requiere que entendamos que convivimos con personas diferentes, muchas de las cuales pueden disgustarnos profundamente, pero que aún así tienen ideas valiosas para construir una mejor sociedad.

También siento que aquí hay una reflexión útil para los propios tecnócratas: la ortodoxia macro no germinará en un suelo desconocido y despreciado. Para arrebatarle la política económica al populismo, más que razón, se necesita simpatía.

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