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La guerra por apagar las voces

O defendemos sin titubeos los valores que nos hicieron civilización, o asistiremos como silenciosos espectadores a su demolición.

hace 6 horas
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  • La guerra por apagar las voces
  • La guerra por apagar las voces

Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada

Hay que decirlo con claridad: La violencia política no es patrimonio de una sola tradición ideológica. Lo que sí puede constatarse es que, en el mundo contemporáneo, ciertos movimientos con inclinación a la izquierda “progresista” han terminado por mezclar, sin escrúpulos, la maquinaria discursiva con instrumentos materiales de eliminación del adversario: deslegitimación, criminalización, persecución, judicialización y -en los peores casos- violencia física. Esa combinación de formas de lucha convierte a la discusión política en un peligroso campo de exterminio simbólico que, cuando se radicaliza, mata.

No es una exageración retórica, sino la dolorosa y palpable realidad. Que casualidad, en los últimos días, Charlie Kirk en EE.UU. y Miguel Uribe en Colombia fueron asesinados por lo mismo: por pensar distinto. No blandieron otra arma que la palabra, no dispararon más que ideas cargadas de sentido común, pero fueron convertidos en enemigos públicos por quienes, incapaces de derrotarlos en el terreno de la razón, prefirieron silenciarlos con balas. Los mataron porque incomodaban, porque encarnaban lo que la propaganda denomina “la derecha asesina”, cuando la evidencia muestra lo contrario: Fueron víctimas de una narrativa de odio que se volvió método. Esa espiral alcanzó antes a Fernando Villavicencio en Ecuador, a Shinzo Abe en Japón, a Trump en EEUU y a Jair Bolsonaro en Brasil, marcados como “fascistas” o “extremistas”, atacados por quienes justifican el crimen convencidos de que eliminar al adversario es un acto de justicia social.

Esas tragedias, distintas en contextos, comparten un hilo: La degradación del debate público. Cuando se deshumaniza al contrincante, tachándolo de “fascista”, “paraco”, “genocida” o criminal, se prepara el terreno para que algunos sientan que la eliminación del adversario está legitimada moralmente.

La historia no para allí. El coctel aniquilador es más sofisticado e incorpora otras formas para sacar del camino a quien piensa diferente. El triunfo que no se logra en el debate, no hay que llevarlo al extremo de las balas, porque hay otra manera de silenciar más discreta, menos sangrienta pero igual de efectiva: la instrumentalización de la justicia. Cuando tribunales, fiscales o jueces son capturados por fines políticos, la voz del contradictor se acalla con cárcel y persecución judicial. Así ocurrió esta semana con Jair Bolsonaro, condenado por un cooptado tribunal “progresista” a 27 años de prisión, y así lo sufre Álvaro Uribe a quien el brazo político de las FARC mantiene subjudice, gracias a una jueza en provisionalidad que reprobó tres veces el examen de méritos de la judicatura, y que sirve de instrumento de persecución. A ellos, no lo castigan por representar un peligro para la sociedad, sino por ser una amenaza para la expansión del discurso progresista. La grandeza de la política es otra cosa: es batalla de ideas, no la guerra por apagar voces.

Como decía Tucker Carlson, no hay semántica que excuse lo evidente: el asesinato de inocentes es siempre un crimen. La condena de inocentes, también. Si queremos proteger la libertad de pensar y la extensión del pluralismo, hay que parar con los eufemismos. La izquierda no es un contradictor legítimo en el terreno de las ideas; es un verdugo que combina todas las formas de lucha, desde la bala hasta el expediente judicial, para aniquilar al adversario. Hasta que no entendamos esto, seguiremos atrapados en un sentimiento de culpa inoculado que nos paraliza, impidiéndonos defender con valentía lo bueno y repudiar lo malo. Ha llegado la hora de llamar las cosas por su nombre: o defendemos sin titubeos los valores que nos hicieron civilización, o asistiremos como silenciosos espectadores a su demolición..

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