Juliana Zuluaga no se avergüenza de contar que su padre estuvo condenado, que pagó más de nueve años de cárcel y que fue por un delito que sí cometió. Es imposible dejar de relatar esto porque ese fue el origen del emprendimiento con matiz de obra social al que le dedica gran parte de su tiempo y en el que ve su proyecto de vida. Se llama Made in Prison, es decir, “hecho en prisión”.
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A través de la firma que lleva ese nombre les enseña a personas privadas de la libertad a hacer artesanías, y entre las piruetas con hilos u otros materiales les enreda formación humanística. Los artículos que salen de las actividades son vendidos en una tienda virtual que ya ha distribuido hasta en el exterior.
A modo de chanza, para conjurar el dolor que sintió en la experiencia por la que nació Made in Prison, Juliana dice que su papá cayó por la “dosis personal... de cien mil personas”, porque lo cogieron con dos toneladas de marihuana en el Cauca. Eso fue en 2017, cuando ella tenía 27 años y 25 su hermana Sara. A pesar de que ya estaban creciditas, lo cierto es que se dieron cuenta de que nadie está preparado para que alguien cercano pierda la salud o la libertad y fuera de eso ella misma adquirió la claridad frente a que quien comete una falta debe pagarla, pero a la vez saber que todos tenemos derecho a segundas oportunidades. “Cuando uno está en ese drama, entiende que no somos solo nosotros, sino que hay un montón de personas viviendo la realidad carcelaria y que desafortunadamente no hablan de eso porque es un tabú”, cuenta.
Y ahora dice que si bien no se siente orgullosa de lo que hizo el papá, sí lo está de la manera como lo asumió. El primer día en que fueron a visitarlo, las recibió con dos manillas marcadas con sus nombres, hechas por él, aunque jamás en la vida le habían conocido dotes de artesano. Les causó curiosidad verlo animado y orgulloso de su obra manual. En encuentros posteriores empezaron a comprar las manillas que hacían compañeros de patio, con el fin de aliviarles parte de las penurias, sobre todo a los que estaban lejos de sus familias.
Ahí fue que se les prendió el bombillo para pensar en que esto se podía escalar como terapia para pasar las eternas horas entre rejas y de paso obtener alguna retribución. La mecánica comenzó a ser la siguiente: las hermanas llevaban los materiales, les enseñaban a los internos a hacer las artesanías, recogían la producción acordando un precio, vendían la mercancía y les daban a los artífices de cada producto la ganancia que les correspondía, en un ejercicio que se aplicaba en el mismo penal donde estaba el papá.
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Como al año y medio tramitaron el registro de la marca en la Superintendencia de Industria y Comercio, se constituyeron en empresa y les “vendieron” la propuesta a las cárceles para que las dejaran ingresar a realizar un trabajo de resignificación y resocialización.
El sacrificio fue no poder volver donde el padre hasta que por fin salió, pues el papel de familiar-visitante no era compatible con el permiso que tramitaron para hacer trabajo social ante el temor de que aprovecharan para entrar objetos prohibidos. Así han trasegado por Bellavista, la cárcel de La Ceja y la de Itagüí.
Evolución de una buena idea
Con el tiempo han ido trascendiendo, de manera que las puntadas se convirtieron solo en la disculpa para talleres de respiración a través de los cuales trabajan la conciencia del ser, capacitaciones sobre anatomía del delito y legislación penal; convivencia y trabajo en equipo; contabilidad; gestión de marca y mercadeo, temas que en concepto de Juliana apuntan a evitar la reincidencia.
También, a partir de las terapias, Made in Prison recoge información que resulta valiosa para la formulación de políticas de prevención del crimen, pues en su observación han adquirido la claridad de que casi todos los reos han estado sometidos a experiencias que los han empujado a errar.
“No le hacemos apología al delito, pero cuando vos trabajas con un preso te das cuenta que de alguna manera sigue siendo un niño en el que hubo ausencias y también necesita que la sociedad lo mire de otra manera”, dice Juliana, para luego explicar cómo ella aprendió a ver sin juzgar.
Así lo empezó a hacer desde conoció a un joven que se enroló en un grupo armado de los 18 a los 22 años, cuando cayó a la cárcel. Y a pesar de todo, él dice que lo volvería a hacer porque lo que lo impulsó fue tomar el lugar de su hermano, menor que él, que era a quien iban a reclutar.
Juliana es contratista en Bello, en programas de medio ambiente, derechos humanos y movilización de comunidades. Son actividades que le demandan tiempo, pero para ella los viernes en la mañana son sagrados para ir a la cárcel a coordinar la labor en la que eventualmente participa también su hermana. También la apoya un equipo con psicólogos, abogados y otros expertos.
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Otra arandela que le han metido a su obra son las asesorías para revisar los procesos, pues es una necesidad sentida, justamente por la ausencia de un servicio que debería brindar el Estado. “Nos encontramos la historia de un señor de 55 años que llevaba cinco años sin revisión de pena”, cuenta. Igualmente, de artículos de un toque muy primitivo, solo con colores emblemáticos de equipos de fútbol o vírgenes, han avanzado incorporando nuevos diseños con dijes, materiales y más colores.
Hoy producen manillas, portavasos, bolsos, salidas de baño tejidas, camisetas y otras prendas, atrapa-sueños y mochilas que venden a través de redes sociales. La forma artesanal de hacerlos resulta también garantía de tener un objeto único. La intención es que los internos vean en esto una manera posible de conseguir el sustento cuando salgan libres; de hecho ya tres están tramitando sus marcas. El gran sueño de Juliana es poder trenzar alianzas con empresarios para generarles empleo a los postpenados y así afianzar su resocialización.