Una fotografía solo cobra sentido en el otro. No solo en aquel que la está viendo, sino en todos aquellos que hicieron posible que ante los ojos de uno esté esa imagen. El trabajo de Federico Ríos habla de eso: de lo que la generosidad de los maestros, la calidez de los colegas y la humanidad detrás del dolor simbolizado para que, hoy en día, el manizaleño sea considerado uno de los mejores fotoperiodistas del país.
A finales de marzo, Ríos ganó el World Press Photo, uno de los premios de fotografía más importantes del mundo al mejor proyecto de largo plazo por su trabajo Darién, en el cual retrató las historias de los migrantes que llevaron a cabo la travesía por una de las rutas más peligrosas de Latinoamérica.
Este proyecto, que también es un libro publicado en 2024 por la editorial independiente Raya, es el último trabajo de largo aliento del fotorreportero, quien también se ha destacado por sus cubrimientos sobre el conflicto armado en Colombia. EL COLOMBIANO conversó con él:
¿Cómo le empezó a interesar la fotografía?
“Yo me di cuenta de cómo me había empezado a interesar la fotografía muy tarde en la vida. Cuando yo era un niño, mi papá, que viene de una familia campesina súper pobre, consiguió una beca para estudiar su posgrado en Egipto. Cuando él regresó, yo tendría dos o tres años.
En ese momento, en la sala de mi casa había unos álbumes de fotografía y los amigos de mi papá venían los fines de semana a tomar café, a hablar entre ellos, a contar chistes y a ver esas fotos. En ellas aparecía él en un camello, con turbante, o al lado de las pirámides. Esto para una comunidad que era pobre, que no había viajado nunca, era una cosa alucinante.
Yo en ese momento estaba muy pequeño y no entendía qué pasaba. Me tomó muchos años darme cuenta que esas reuniones en mi casa, de gente riéndose y mi papá contando sus historias a partir de mostrar las fotos de Egipto, realmente eran un puente de comunicación increíble. Para mí eso era sorprendente. La foto era una herramienta para contar una historia que había ocurrido al otro lado del mundo, de un lugar al que nadie de los que estaba ahí escuchando había ido. Yo creo que desde ahí quedé jodido”.
Usted dice que le tomó tiempo darse cuenta de esa pasión, ¿cuándo lo hizo?
“Después de ese episodio tan temprano hubo otro como a los 6 o 7 años cuando hice la primera comunión, que en una familia manizaleña católica como la mía era una gran cosa. Entonces mis padres, en medio de las dificultades económicas, me dijeron: ‘Te vamos a dar un viaje, pero no podemos ir los cuatro. Debes escoger a dónde y si vas con papá o mamá’.
Finalmente, yo volví a la casa con una idea muy loca para esa edad y les dije: ‘Yo me quiero ir con mi papá para el Amazonas’. Si hoy en día el Amazonas es todavía un destino nuevo, que un niño quisiera ir allá en 1986 era absurdo. Yo me fui para allá con mi papá e hice unas fotos con una camarita sencilla que era una Kodak XRC 110, una de esas alargadas de negativo. Yo estaba interesado en hacer fotos.
Después de ese viaje pasó una cosa muy particular. A todos mis compañeros del colegio les habían dado viaje de primera comunión: se habían ido a Cartagena, San Andrés, Cancún, pero ninguno había ido al Amazonas.
Yo llegué al salón con un montón de fotos que había tomado, se las mostré a un amigo y, de repente, todo el mundo vino a verlas. Estaban cansados de ver las fotos de San Andrés y de Cartagena, porque todos se iban para allá. Nadie había ido al Amazonas y yo tenía una foto con una anaconda en los hombros. Todo eso era como ‘¿Qué es eso tan raro, tan lejano?’
A partir de esa foto, yo comencé a contarles lo que había pasado en el viaje. Para mí, todo eso iba poniéndole un granito al camino. Cuando empecé a recorrerlo y miré hacia atrás en el recuerdo, en la memoria, dije: ‘Mira, así es como ocurrió todo’, porque a medida que van pasando estas cosas uno no se da cuenta”.
Entonces, de cierta manera, siempre quiso ser fotógrafo...
“Yo creo que a esa edad tenía un poco de conciencia de qué quería ser. No con una claridad muy exacta, pero sentía ya desde ese momento una cercanía con el mundo del arte.
Eso fue creciendo a medida que fue pasando el tiempo y me hizo decir al final del colegio que quería ser artista. Sin embargo, para mí era difícil entender el cómo y el dónde, pero yo sentía que quería estar en un campo en el que pudiera expresarme.
Entonces intenté por el arte, pero no sé, estaba muy pequeño y no tenía un carácter muy férreo [...] Mis papás estaban muy preocupados de que yo quisiera ser artista y, finalmente, terminé estudiando periodismo porque alguien me lo aconsejó. Esa persona dijo las palabras mágicas en el momento adecuado y yo entré a la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Manizales, donde encontré unos profesores que fueron mis maestros porque me ayudaron y apoyaron de una manera que iba más allá de las clases”.
Antes de ser freelancer, usted trabajó en El Tiempo, El Espectador y EFE. ¿Cuál fue su primer gran proyecto?
“Mi primer proyecto grande fue con EFE. Yo era el fotógrafo corresponsal de agencia en Medellín y empecé un proyecto de fotografía en la Comuna 13.
Estuve un año fotografiando a los grupos armados de la comuna, cómo funcionaba su mercado de drogas, cómo era la violencia y cómo los jóvenes vivían sin ningún tipo de expectativas.
Uno de los recuerdos que tengo de esa época es que había un muchacho que le decían ‘El soldado’, un chico alegre, bacano. Una noche yo estaba fotografiando a los de los combos y él estaba ahí. Al otro día fue a buscarme y me pidió que lo acompañara a su casa. Yo fui con él y cuando llegamos a la casa me dijo: ‘Mire, es que ayer nació mi hija y yo quiero una foto’.
La casa era de una sola habitación en la que había una cortinita pequeña para un inodoro, una camita y una estufita de dos puestos. Un lugar sumamente precario. Yo hice unas fotos de ellos tres con la bebé y le dije que al otro día se las entregaba. Yo imprimí las fotos, fui a la casa, toqué y nadie me abrió. Me fui a buscar a los del combo y les pregunté por él, me dijeron que a él lo habían matado la noche anterior.
Para mí eso fue tan impresionante, pero también tan contundente, porque yo pensaba que, en medio de esa tragedia, esa niña y esa madre tenían una foto con su padre del último día de vida de él y del primer día de vida de la niña. Y así pasó con muchas otras personas que vi morir en la Comuna 13.
Ese creo que fue mi primer gran proyecto como fotógrafo [...] En ese momento empecé a trabajar en la idea de volverme freelancer y renuncié a la agencia. Me acuerdo que después publicamos en El País de España una portada que tenía como titular Ya no hay virgen para los sicarios. La ciudadanía entera estaba enojadísima conmigo porque decían que yo no podía proyectar esa imagen de la ciudad y me mandaron cartas de la vicepresidencia, de la Alcaldía y de la Gobernación.
Yo pensaba: ‘Pero esto está pasando. O sea, no es culpa mía, yo estoy fotografiando lo que está pasando, yo no estoy inventando eso’. Había un montón de gente negando el reportaje, diciendo que era mentira y para mí fue un momento de confrontación y de decir lo que vi. Entonces tomé más firmemente la decisión de seguir documentando lo que estaba un poco detrás de la cortina, lo que era menos evidente o lo que la gente no quería hablar ni enfrentar de alguna manera”.
En su fotolibro Verde está el trabajo que usted hizo durante 10 años al fotografiar el conflicto armado en Colombia. ¿Cómo transformó ese proyecto la manera en que veía el conflicto?
“Julie Turkewitz, mi compañera de trabajo en The New York Times, tiene un dicho maravilloso y es que si periodísticamente uno quiere hacer una serie, lo mejor es no pensar en hacer una serie. Tiene toda la razón.
Cuando yo empecé a hacer Verde, no estaba pensando en realizar un proyecto sobre el conflicto armado para que después pasara esto y esto. No, nada de eso. Yo solo hice un viaje y ahí comenzó todo: me fui a Toribío, donde las Farc habían derribado un avión de la escolta presidencial. Tomé algunas fotos y me di cuenta que eran muy interesantes porque eran pocas las que habían sobre ese asunto. Ahí comencé a llamar a medios nacionales y en La Silla Vacía hice mi primera publicación como fotógrafo independiente [...] Luego, empecé a interesarme más y más, a viajar para continuar fotografiando a las Farc, pero me tomó muchos años pensar en que todos esos viajes podían ser un solo cuerpo de trabajo. Es más, yo estaba en negación.
Santiago Escobar Jaramillo, mi mejor amigo y mi editor, fue el que me dijo que ahí había un libro. Cuando nos sentamos a ponerle orden ya había pasado la firma de los Acuerdos y todo”.
¿Con Darién también pasó lo mismo?
“Exactamente así. Yo hice por primera vez unas fotos para un reportaje. Luego llegó el segundo, el tercero, y empiezo a acumular. Estos proyectos se ven cuando uno mira para atrás. Hay fotógrafos que logran hacerlo mirando hacia adelante, pero a mí me cuesta, no es mi estilo [...] En esto hay una cosa muy particular y es la pregunta de cuándo se cerrará un proyecto porque queda uno en el aire cuando se pregunta por el momento de darle punto final.
Para mí, ese punto final ha sido más un punto seguido, un punto de hasta aquí va el libro, pero el proyecto en sí mismo sigue viviendo. Por ejemplo, hay fotos que he seguido tomando después del 2021 que perfectamente podrían habitar dentro de Verde.
Lo que quiero decir es que publicar no es abandonar el proyecto, porque los proyectos habitan en mí. Entonces no sé hasta cuándo voy a hacer fotos del conflicto armado en Colombia, de migrantes en Latinoamérica, porque todo esto es una constante evolución y son cosas que a mí me preocupan de manera tan esencial que sigo fotografiándolas”.
En esos contextos, el sufrimiento del otro siempre esta ahí presente, ¿cómo aborda el dolor?
“Hacer fotografía documental es entender que uno va a estar en los momentos más difíciles de muchas personas con una cámara fotografiando. Yo creo que es esencial entender desde ahí la humanidad y la vulnerabilidad del otro. Yo estoy muchas veces fotografiando a la gente mientras está en el peor momento de su vida. Para hacer eso se requiere una mirada, por un lado, humanitaria para tener una relación con las personas que están frente a mi cámara y que me permita entender lo que está pasándoles a ellos. Que, finalmente, es entender, no vivir, porque yo no vivo lo que viven los migrantes, ni los desplazados, ni los damnificados. Yo estoy ahí, en el mismo lugar, pero cruzar el Darién para mí no es lo mismo que para un inmigrante, para quienes eso representa una carga simbólica y emocional muy diferente.
Con eso en el bolsillo uno comprende que ninguna foto es más importante que la dignidad de la persona que está enfrente. Para mí se ha convertido cada vez en un lugar más importante el botón de borrar en mi cámara. Cuando la gente dice que no quiere, o se cubre la cara, o mueve sus brazos diciendo que no, yo simplemente borro.
Y lo otro es que hay que estar muy convencido de las dos funciones de la fotografía. Primero, de la función periodística y, segundo, de la histórica, que es a más largo plazo. Fotografiar a la gente atravesando el Darién no es hurgar en el dolor de las personas migrantes que están atravesando no solamente ese lugar físico, sino un lugar emocional de dolor. Es generar un registro para la historia”.
Usted también es organizador del Laboratorio Latinoamericano de Fotografía Documental de la Biblioteca Pública Piloto, ¿a qué necesidades del nicho fotográfico responde esa iniciativa?
“Educarse en fotografía en Latinoamérica es un reto grande. Yo diría que ser fotógrafo en esta región es una quijotada. Empezando porque son muy pocos los museos y galerías, coleccionistas, periódicos o revistas que estén buscando y pagando fotógrafos.
Entonces sí hay instituciones internacionales, talleres, eventos, pero todo pasa en el norte global. En Estados Unidos hay un montón de ferias, encuentros, mentorías y demás, al igual que en Europa. En Sudamérica y en África, muy poco.
Yo tengo grandes amigos y amigas que son, además, mis referentes en la industria fotográfica y en un momento dije: ‘Wow, yo quisiera aprender de estas personas’. Cuando pensé en eso me di cuenta que, a lo mejor, podía haber más gente que quisiera lo mismo. Por eso los llamé y les propuse la idea de hacer un taller.
He tenido una muy buena relación con la biblioteca y allí acogieron la propuesta, y la echamos a andar. Al final, recibimos 160 postulaciones y después elegimos 40 personas”.
¿Cuál es la importancia de construir comunidad en un oficio como el suyo?
“Yo estoy convencido de que hay que construir comunidad en todo. Que se junten los médicos y los taxistas, los arquitectos y los fotógrafos, y todo el mundo porque yo sí siento una urgencia de las redes de apoyo y una urgencia de solidaridad.
Para mí eso ha sido un ejercicio fundamental en mi vida, sobre todo porque me he beneficiado de ello. Yo he encontrado apoyo y compañía, luz y guía en mis amigos y en mis amigas toda mi vida. Estos escenarios de nicho ofrecen eso: conversaciones que ayudan a crecer, que ayudan a encontrar algunos rumbos que estando solos son mucho más difíciles de hallar”.