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Los sobrevivientes de una familia que enfrenta la desaparición forzada son unos valientes, y no es justo que tengan que acostumbrarse a vivir sin alguien cuyo destino lo definió otro.
Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com
En las paredes, en los postes de la ciudad se buscan perros y gatos, documentos perdidos, personas que nunca más volvieron a casa, muertos que aún no saben dónde se murieron. Pocos se percatan de que la hoja que decía algo ahora es una mancha, una desesperanza. La lluvia desaparece todo. El tiempo se encarga de que quienes esperan también pierdan la devoción.
En realidad, no es que se pierda, sino que hay que seguir viviendo mientras se espera, así carezca de sentido y se esté dispuesto, incluso, a canjear los huesos. No pocas veces he pensado en esto y una serie de contradicciones no me dejan en paz: ¿cómo seguir viviendo si a mi hijo o a mi padre alguien lo desapareció y no volverán? Pero ¿cómo no seguir viviendo si necesito encontrar a mi hijo o a mi padre y quiero que vuelvan?, ¿cómo seguir viviendo si necesito respuestas? ¿O no sigo viviendo?
Los sobrevivientes de una familia que enfrenta la desaparición forzada son unos valientes en este país, y no es justo que tengan que acostumbrarse a vivir sin alguien cuyo destino lo definió otro de carne y hueso. De nuevo en las paredes, los carteles que nadie mira, y en las redes sociales, el monstruo que se traga todo en medio de tantas estupideces que se publican cada segundo, de tanta violencia, de tanta soberbia, de tantas guerras y noticias que no iluminan sino que oscurecen. Agotados, los familiares de los desaparecidos se convencen de que en este país a nadie le importan los desaparecidos de otros.
Que no jodan más los familiares de quienes desaparecieron en lo que va corrido del año, que se resignen, que no nos hagan sentir ni un segundo ese dolor que ellos sienten siempre. Que dejen de sentir frío por ellos, que no vuelvan a soñar con ellos, que los entierren de una vez por todas con las lágrimas que caen cuando cumplen años, o en las navidades, o cuando recuerdan que lo vieron por última vez: “iba vestido de...”. Que no le pidan más a Dios que les dé una pista para encontrar sus restos, que no hay restos. Que por una vez más, mientras cuentan la ausencia, se resignen, hagan de cuenta que nunca fueron parientes.
Ya verán cómo es de lindo el olvido, ya verán cómo donde antes había un letrero que anunciaba un desaparecido ahora se anuncia un bonito espectáculo, un circo político, un inolvidable concierto, un empleo millonario que nadie quiere o un teléfono de un adivino que, además de curar el mal de amor, podría decirles dónde están los desaparecidos de este país que nadie encuentra. Palabras, palabras que alguien se repite mientras el rostro de quien ya no está es el único que no envejece en casa.