Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
A menudo creemos que su principal costo ha sido el sufrimiento de las víctimas directas. Pero, por difícil que sea imaginarlo, ese es apenas el piso.
Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
Cualquier persona razonable que haya visto alguno de los recientes consejos de ministros del gobierno colombiano debería preguntarse cómo es posible que el presidente Petro y su gabinete sean los líderes de la izquierda en Colombia. Cuesta creer que, en toda la izquierda, no existan personas más competentes, más inteligentes y mejor formadas que ellos. ¿Qué permitió entonces que un grupo tan poco sobresaliente terminara liderando un movimiento donde uno esperaría que abundara el talento?
Hoy quiero proponer una respuesta que, seguramente, molestará a muchos.
Para empezar, debo decir que esto hace parte de una amplia crisis de liderazgo en Colombia. En prácticamente todos los espacios de la sociedad, la cantidad y calidad de líderes hoy en el país es mucho menor de lo que esperaríamos y quisiéramos. A esto lo he llamado la generación perdida de líderes (pueden escuchar más sobre eso aquí). Esta se originó en la violencia de finales del siglo pasado. En su intento por escapar de ella, muchos jóvenes talentosos, destinados a liderar el país, migraron. Hoy estamos pagando el precio de ello. Este impacto ha sido especialmente fuerte en los movimientos de izquierda.
El punto de partida es la violencia sistemática contra los activistas de izquierda durante los 80 y 90. Algunos describen esto como un genocidio planificado por el Estado. Yo no creo que haga falta concluir eso para reconocer la escala y sistematicidad de esa violencia. Ser una figura visible de la izquierda era, simple y llanamente, un acto suicida. Esa violencia no solo terminó con la vida de miles, sino que llevó al exilio o al retiro de la vida pública a decenas de miles más.
¿Cómo sería hoy la izquierda colombiana si eso no hubiera pasado? ¿Serían los mismos sus líderes actuales? ¿Sería la calidad promedio de su liderazgo la misma? Con toda seguridad, no. Precisamente porque la violencia fue sistemática, quienes murieron o se exiliaron eran, en su mayoría, los más competentes y talentosos.
¿Y quiénes quedaron? Aquellos que los violentos no veían como amenazas: los de escasa influencia, los mediocres, y los que abandonaron el activismo. Entonces, en el largo plazo, los únicos disponibles para liderar el movimiento fueron los mediocres y poco influyentes.
Y la historia no se detiene en los líderes. Vale la pena pensar cómo se adaptó la comunidad amplia de activistas de izquierda a un entorno de altísimo riesgo. Los incentivos eran claros: los que sobrevivían no eran los más “fuertes”, sino los más “débiles”, y eso abrió la puerta a un proceso evolutivo algo contraintuitivo, pero bien caracterizado por la disyuntiva entre estrategias de selección r y selección K.
La selección r describe patrones en el que las especies sobreviven maximizando cantidad sobre calidad, produciendo muchas crías que reciben poca atención parental y que se espera que tengan baja probabilidad de sobrevivir. Las estrategias de selección r son predominantes en nichos ecológicos poco ocupados y son típicas entre insectos, bacterias, y mamíferos de pequeño tamaño, como los roedores. En contraste, los organismos que siguen estrategias de selección K—como humanos, elefantes o ballenas—producen menos descendientes, pero invierten mucho más en su desarrollo, asegurando que la mayoría llegue a la edad adulta, lo cual les permite estar mejor adaptados para competir en nichos ocupados.
Durante décadas, la izquierda colombiana adoptó lógicas de selección r. Canteras como los movimientos estudiantiles en universidades priorizaban el reclutamiento masivo. Se incentivaba a todos los jóvenes que mostraban algún interés a entrar de inmediato en el activismo—en actividades a menudo confrontacionales y peligrosas—en lugar de promover trayectorias más largas, donde primero se formaran académica y profesionalmente, por ejemplo. Y esta es la estrategia que uno esperaría óptima en el contexto de violencia focalizada que enfrentaban. ¿Cómo no sería superior esto a invertir todos los esfuerzos en formar unas pocas personas que muy probablemente serían asesinadas?
Y aquí aparece la gran paradoja. Quienes promovieron la violencia contra la izquierda crearon, sin querer, un ambiente perfecto para que sobreviviera su versión más fértil e incompetente. Fomentaron un movimiento que premió la cantidad por encima de la calidad.
Este proceso muestra con crudeza lo profundamente destructiva que ha sido la violencia en Colombia. A menudo creemos que su principal costo ha sido el sufrimiento de las víctimas directas. Pero, por difícil que sea imaginarlo, ese es apenas el piso. Cuando se consideran las distorsiones de incentivos que ha generado, los planes de vida truncados y el tipo de sociedad que ha moldeado, el daño total de la violencia ha sido muchísimo mayor.
Esta es una reflexión especialmente relevante hoy, cuando la violencia vuelve a aumentar. ¿Cómo nos estamos adaptando a ella? ¿De qué forma esas decisiones pulirán la sociedad que tendremos en 30 años?