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Cuando el civismo guía las decisiones y lo público se cuida como propio, las obras dejan de ser solo cemento y asfalto y se convierten en tejido social.
Por Juan Camilo Quintero M. - @JuanCQuinteroM
En una época donde el discurso público gira en torno a la eficiencia del Estado, la corrupción y la fragmentación social, vale la pena volver a lo esencial: el civismo como práctica cotidiana, la defensa de lo público como patrimonio común y la valorización como herramienta solidaria para construir ciudad. Estos tres elementos, cuando se conjugan, no solo hacen posible una ciudad más funcional, sino una sociedad más próspera y equitativa.
El civismo no es solo “portarse bien”, es la convicción profunda de que lo colectivo importa, y de que nuestras acciones, por mínimas que parezcan, inciden en el bienestar común. Una muestra de ello es la Sociedad de Mejoras Públicas (SMP) que se creó en Medellín, a finales del siglo XIX, una institución compuesta por ciudadanos que, sin tener cargos políticos, decidieron actuar para embellecer la ciudad, promover la higiene urbana, crear parques, fuentes, caminos y fomentar la cultura. Así lograron, sin recursos públicos directos, sentar las bases de un modelo de ciudad organizado y con visión de largo plazo. La SMP es un vivo ejemplo de civismo y de compromiso social auténtico, una muestra clara de que todos los ciudadanos podemos ayudar a transformar nuestra sociedad.
Ese mismo espíritu de compromiso cívico es el que sostiene mecanismos como la valorización, una figura que permite que quienes se benefician directamente de una obra pública aporten al financiamiento de su ejecución. Aunque polémica en algunos casos, la valorización bien aplicada representa una forma justa de redistribución: el costo de una vía, un parque o un corredor verde no recae sobre toda la ciudad, sino sobre quienes ganan más valor gracias a esa intervención.
Cuando el civismo guía las decisiones y lo público se cuida como propio, las obras dejan de ser solo cemento y asfalto y se convierten en tejido social. El metro no sería lo que es sin la cultura ciudadana que lo acompaña. Las ciclorrutas no sirven si no se respetan. Un parque limpio no depende de un operario, sino de la conciencia colectiva.
Más aún, estos principios permiten construir ciudades equitativas. Porque lo público, si se diseña bien y se financia de manera solidaria, reduce brechas: permite que el transporte llegue a barrios periféricos, que haya espacio público digno donde antes había abandono, que la infraestructura no solo conecte sino que dignifique.
Hoy, frente a los desafíos del cambio climático, la inseguridad y la fragmentación social, se vuelve urgente recuperar el valor de lo público, no solo desde lo técnico, sino desde lo simbólico y cultural. Necesitamos más ciudadanos que participen, propongan y cuiden. Más instituciones que convoquen; más proyectos que integren financiamiento justo, impacto territorial y construcción de comunidad. En síntesis, más líderes que inspiren.
La prosperidad no es solo cuestión de dinero o inversión extranjera. También se construye desde el civismo, la confianza y la participación. Y Medellín, que ya lo ha demostrado antes, puede volver a liderar ese camino.