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Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
El domingo pasado fui a visitar a la mamá y la encontré muy nerviosa. Las cosas se le caían al suelo y, cada vez que le entraba una notificación a su teléfono, pegaba un brinco. Las manos suelen temblarle siempre, pero en ese momento le temblaban con mayor intensidad. La espalda le dolía montones. «Es que se me devolvió el cassette», dijo mientras almorzábamos juntas. Y con toda razón: el día anterior habían atentado contra la vida del senador Miguel Uribe. No es cercano a nosotras. No hemos hablado jamás con él. No lo hemos visto nunca en persona. No nos situamos políticamente en su misma orilla. Sin embargo ahí estábamos, intentando que el almuerzo nos bajara, pese al nudo que teníamos en la garganta; reviviendo el atentado que destruyó a nuestra familia hace más de treinta años; masticando la tragedia de vivir en un país en el que se acumula el tiempo y los gobernantes y las promesas de cambio, pero continúa estancado en los mismos problemas de siempre. Las que temblábamos ya éramos dos.
Cuando pierdes a alguien de forma violenta la gente normalmente piensa que, junto con el muerto, entierras tu dolor y luego sales del cementerio y continúas con tu vida. Lo que nadie te cuenta es que la ausencia nunca se llena, que perderás a tus muertos una y otra vez. Revivirás su funeral en todos los funerales a los que vayas; tendrás que llorarlo y enterrarlo muchas veces y, en cada una de ellas, sentirás el mismo dolor porque tu muerto no es sólo tu muerto es todos los muertos que le sucederán. El atentado contra un ser amado es más que un mal trago que pasa y olvidas, es todos los atentados futuros; es una película que tendrás que ver y revivir muchas veces, aunque no quieras y varíe el nombre del protagonista.
Aquel domingo, mi madre lamentaba su propia herida y, al mismo tiempo, lamentaba la de la esposa del senador, aunque ni siquiera supiera su nombre y no la hubiera visto ni en fotos. «No sabe lo que le espera», comentó con la certeza de quien sí lo sabe pues tuvo que vivirlo en carne propia. Me pareció curioso que hubiera comentado eso porque yo estaba pensando exactamente lo mismo pero ubicándome en la posición del hijo. Que un niño pierda violentamente a un padre amoroso es una tragedia de la cual no se sale ileso. La misma bala que impacta a la víctima, impacta a la familia entera y le deja por siempre heridas abiertas.
Pesa montones vivir en este país. Pesa porque estamos llenos de miedo y llevamos encima demasiados hechos violentos, tanto propios como ajenos, quizá por eso, nos cuesta tanto ponerle fin a nuestros duelos. Pesa porque todos, sin excepción, estamos heridos. Heridos de muerte. O muertos en vida. O a punto de morir violentamente al doblar la esquina. Pesa porque, además de perder gente inocente, sangre, justicia y valores, estamos perdiendo la esperanza y cuando esa se pierde ya no queda nada más que perder.