Mientras el país sigue debatiendo hasta dónde llegan los hilos de la corrupción para la contratación de carrotanques que llevarían agua a La Guajira, Juan Guillermo Gallego y sus compañeros rotarios cavan silenciosos en el árido suelo de esa península hasta hallar una consistencia líquida para calmar la sed de la gente.
La búsqueda se hace con convicción, fe y constancia. Ya llevan cinco infraestructuras construidas, es decir que hay cinco comunidades cuyos integrantes debían caminar distancias inverosímiles para asegurar su consumo vital y hoy día no precisan hacerlo. Pero además, tienen dos más en proceso y la meta es llegar hasta 24.
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Juan es un antioqueño, más precisamente itagüiseño de 62 años, que partió 45 años atrás a Estados Unidos pretendiendo mejorar su condición económica. Para entonces su papá llevaba ya varios años residiendo en ese país y con el tiempo prácticamente toda la familia se convirtió en migrante, si bien una hermana se casó y regresó con la parentela nueva que constituyó.
Él en cambio echó raíces –tiene dos hijos grandes y es divorciado– y hace más de 30 años creó una empresa que construye viviendas, pero igual compra y vende todo tipo de bienes raíces en el estado de Massachusetts. Lo más importante es que no solo se ha dedicado a buscar la holgura económica individual sino que ha desplegado su esfuerzo para que el mundo sea mejor, dentro de una convicción propia de lo que es la ayuda hacia sus semejantes.
Así fue como hace dos décadas se unió al club rotario Rotaplas de la ciudad de Chelsea, donde es el encargado de la logística y de trenzar alianzas con organizaciones. Lo importante además es que tampoco se ha olvidado de su país. Viene cada que puede y siempre propicia chances para desarrollar proyectos acá. Por ejemplo, es artífice esencial en las seis versiones de la Operación Sonrisa Rotaplast, que ya les ha corregido deformidades a cerca de 700 personas de Antioquia –sobre todo niños y niñas– con labio fisurado y/o paladar hendido.
Pero ahí no para su aporte para resolver necesidades urgentes de personas en dificultades por su condición económica. Cuenta que un día vio por televisión la situación de muchos que ni agua tienen en la frontera septentrional de Colombia con Venezuela, de niños que hasta mueren de sed, literalmente. De inmediato llamó a su amiga Gloria Castaño, otra paisa integrante del movimiento rotario. Ella recuerda que Juan estaba visiblemente alarmado y hasta molesto.
—Cómo así que a ustedes se les mueren los niños de La Guajira y se quedan como si nada –la increpó.
Ella le relacionó lo que los clubes rotarios locales hacen en los sectores más pobres de la capital antioqueña, pero finalmente asintió medio avergonzada ante el reclamo. Después él le hizo una sugerencia que le sonó a mandato:
—¡Tenemos que trabajar hasta que todos los niños de La Guajira tengan agua, no podemos parar!
Como lo de Juan es la acción, no la palabrería, muy rápido se enlazaron con colegas rotarios en la península y planearon un viaje para conocer en vivo y en directo la situación. Simultáneamente Juan empezó a recolectar fondos y se le ocurrió que muchas cosas buenas podrían surgir si, en vez de contratar una empresa, adquirían un taladro y ellos mismos se dedicaban a cavar en el desierto.
Una firma estadounidense vendía uno y terminaron comprándolo por casi 40.000 dólares. El aparato había sido probado en África, era bastante rudimentario y consistía en una especie de rueda que había que hacer girar entre cuatro personas, pero el lado bueno era que, por esa misma circunstancia, obligaba a integrar y les daba un rol en la obra a los futuros beneficiarios.
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Puesto en terreno, se dieron cuenta de que el topo metálico sólo alcanzaba a penetrar entre 50 y 70 metros debajo de la superficie y resulta que a medida que se asciende por el mapa guajiro no solo aumenta la necesidad de agua sino que esta es cada vez más esquiva y se requiere penetrar a profundidades hasta de más del doble para obtenerla. No obstante, la inversión no se perdió porque la máquina la trasladaron a Barranquilla, donde sí era compatible, en tanto que para suplir su vacío hicieron una contratación.
Los cinco pozos que habían planeado para la primera fase ya los concluyeron y este año comenzaron con otra etapa en la que esperan completar otros dos o tres; la intención es triplicar esa cantidad, tal vez en un término cercano a un lustro.
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Juan tiene en su retina cuatro imágenes que lo animan a no desfallecer en su cometido. Una es la de los niños, de cinco años incluso, madrugando para recorrer varios kilómetros hasta un pozo o reservorio de agua, porque ellos y las mujeres son dentro de la organización social de los wayúu los encargados de esa función. Resulta todavía más arduo cuando la faena no es en mula sino a pie y con un tercio pesado.
“Eso me ha marcado y me pone muy triste, pero también me dan ganas de continuar con este trabajo, ver a los niños que después de tener un pozo más cerca no tienen un trabajo tan difícil”, dice Juan.
La segunda escena es de gente que, para cocer sus alimentos, recoge agua en pantanos –ellos los llaman jagüeyes- donde igual beben los chivos y se revuelcan los cerdos. “Hay lugares donde, por la escasez, el único agua disponible parece café con leche y así se la toman”, apunta.
La tercera y la cuarta son postales más reconfortantes. Una corresponde a una de las últimas visitas de inauguración que hizo a La Guajira y se le vinieron las lágrimas cuando brotó agua del pozo, y la otra es una foto que le mandaron de un estreno en el que los niños lo primero que hicieron fue tirarse a jugar en el chorro.
Y aunque no es una imagen, Juan destaca igualmente el sentido de unidad que tienen dentro de las rancherías wayúu, afincado en están ligados por lazos de parentesco.
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Rosalinda Flórez Palmar, de la comunidad Nuevo Amanecer, a unos 24 kilómetros del municipio de Albania, relata la inauguración de un pozo en su ranchería, en 2019, como un momento histórico. Antes de eso, el sitio más cercano donde podían abastecerse quedaba a casi seis kilómetros, que les tocaba recorrer de ida y regreso.
—Había que madrugar desde las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol, y regresábamos a las siete u ocho con los burros, si no, era caminando rápido –apunta Rosalinda, quien es profesional en salud ocupacional, con maestría en educación; ella tiene 34 años y cuatro hijos, intercambia roles como profesora y líder comunitaria.
Lo peor de todo era que los niños sufrían constantemente de diarreas e infecciones en la piel; incluso poco antes de poner en servicio el pozo hubo una pequeña que falleció de una infección intestinal.
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Otra alternativa era contratar un viaje de 4.000 litros en camión cisterna por $140.000 y hasta $200.000, y les duraba por mucho una semana. Y siendo el agua tan valiosa como el oro, ni pensar en el lujo de usarla después de hacer una necesidad fisiológica, de suerte que iban al monte para defecar u orinar. Poder contar entonces con un baño en la casa fue para ellos tan determinante como la invención de la rueda en la historia de la humanidad.
El agua les cambió la vida porque si bien esta no les llega absolutamente potable, es mucho mejor y más abundante. La apertura del pozo le dio sentido al nombre del poblado porque fue como un Nuevo Amanecer que pintó de verde el paisaje dándole apariencia de oasis con la hierba fresca y los cultivos de fríjol, ahuyama, frijol o maíz.
También dinamiza su economía porque les permite tener más chivos, cabras y ovejas, y hasta pensar en un proyecto de etnoturismo.
Los 120 habitantes se han organizado para que nadie bote agua ni le dé mal uso al pozo y para mantener la infraestructura operando bien. Rosalinda dice que ha sido mucho el sacrificio como para no cuidarlo, que la generación actual sabe en carne propia lo que es la sed y por eso no quieren que sus descendientes sufran lo mismo.
Hace poco se les dañó la bomba propulsora y en las dos semanas que tardaron en conseguir varios millones que costó la reparación, en comprar los repuestos y quien hiciera el trabajo, recordaron lo duro que era vivir sin agua en un departamento donde difícilmente la temperatura baja de los 35 grados centígrados.
—El Municipio no nos ha dado nada —apunta con desdén Rosalinda, quien insiste en que por favor en este artículo se mencione que su sueño es contar con una planta de potabilización, pues en los últimos meses varias personas han estado afectadas del estómago y sería porque aunque el agua luce limpia no es totalmente potable.
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—Juan ha sido un pilar en todo esto, nos ayuda a buscar recursos, ha puesto de su propio bolsillo y viene desde Estados Unidos a acompañar a los rotarios de La Guajira. El reconocimiento es del dirigente rotario en Fonseca, Harold Bonilla, quien explica que todo el proceso se inicia cuando el capítulo local prioriza una comunidad por la gravedad de su carencia.
Después hacen los respectivos estudios técnicos, se acercan a los líderes y formulan el proyecto. El primer reto es lograr la aceptación de la Fundación Rotaria, que aporta el 80% y de ahí se busca lo restante con clubes pudientes que pertenecen al movimiento. Un requisito indispensable también es asegurar la sostenibilidad, ya que montada la infraestructura son las mismas comunidades las que deben mantenerla con cobro de cuotas por el servicio o por otros mecanismos que ellas mismas se inventen.
Hasta ahora, fuera de Nuevo Amanecer, los pozos han beneficiado a las comunidades de El Confuso (municipio de Fonseca); Kanajapuramana (Riohacha); Paraíso (El Caimito) y Palmarito (Albania). Los de la etapa actual, en proceso, quedan en el resguardo Trupiogacho, de Barrancas. Cada uno le sierve a aproximadamente 300 personas.
Gloria apunta que “ya hay uno de los pozos muy adelantado y cuando esté todavía más avanzado montamos el otro proyecto”.
Bajo esta metodología de avanzar paso por paso, dependiendo de que vayan apareciendo donantes -y con ellos los recursos- se garantiza mayor continuidad en el proyecto, según explica Juan.
Los primeros pozos tuvieron costos de 25.000 a 30.000 dólares –alrededor de $130 millones a la cotización actual– pero como los precios de los materiales y la mano de obra aumentaron y además, la Fundación Rotaria puso el requisito de que los nuevos deben incluir planta de potabilización y en la mayoría de los casos ello trae consigo la necesidad de una fuente de energía –por lo general solar– subieron a 40.000 o 50.000 dólares, un precio que puesto en pesos (cerca de 200 millones) aún es bajo por el beneficio y más si se considera las cantidades que invierte el mismo Gobierno con resultados cuestionables.